Eugenio Espejo, propulsor de la medicina en Ecuador colonial (1747-1795)
Eugenio de Santa Cruz
y Espejo Fue un condigno contemporáneo del conspicuo
sabio médico habanero Don Tomás Romay, a quien, por sus singulares
merecimientos científicos, se le tributa este año devoto y cálido
homenaje.
Graduado de Medicina en 1767, pueden darse por definitivamente perdidos los primeros trabajos
científicos del sabio quiteño.Parece que las "Reflexiones", tal era el nombre genérico,
recogían sus observaciones e investigaciones durante las décadas
séptima y octava del siglo.
De trabajos posteriores, salvados del furor de las autoridades
coloniales y de la acción del tiempo, se encuentran sólo referencias.
Por ellas se sabe que allá por 1764, una fiebre mortal,
aparecida en alguna de las vastas propiedades de los jesuitas, se extendió
por el callejón interandino, ensañándose en la población
indígena.
Espejo describió el mal. Minuciosamente, como él
sabía hacerlo. Era la "fiebre" o "mal de manchas":
o "peste de indios", por su incidencia preferente. Muy verosímilmente,
el actual "tifus exantemático". El la señala como fiebre
inflamatoria y pestilente, y en todo caso siempre maligna, desconocida antes
y después de la Conquista. Su habitual espíritu crítico
acusa la impericia de los llamados "profesores de medicina".
Otros trabajos tuvieron mejor suerte.
En primer término, sus observaciones sobre la quina,
recogidas en "Memorias sobre el corte de quina" y " Voto de un
Ministro togado". Ambos datan de 1792.
Originaria de las estribaciones orientales de los Andes, el
descubrimiento de la quina _del quechua, cáscara excelente- tuvo lugar
en los primeros contactos del conquistador con las tribus de la región
suroriental del Ecuador, actual provincia de Loja.
Corteza maravillosa, su hallazgo está aureolado de leyenda.
Dos siglos reinó imperturbable la quina. Administrada
en polvo, en píldoras, en infusión o en extracto. Pero hubo un
perfeccionamiento técnico: los indios la maceraban en chicha de maíz,
los españoles preferían el aguardiente.
"La cascarilla, dice, es de indispensable necesidad para
las calenturas intermitentes, y, aún en sentir de buenos físicos,
para toda especie de fiebres, para curar las hidropesías; para desterrar
los efectos escorbúticos; para precaver las gangrenas y el cáncer,
y, en fin, para muchísimos y más fáciles usos, para los
que la adaptan la casualidad o la pericia filosófica de los médicos
de observación".
Luego la idealiza hasta convertirla en panacea:
"La quina ministra un antídoto casi universal contra
las dolencias humanas... quizás, y sin quizá aún no se
han descubierto todas las virtudes medicinales de la quina, hallándose
en ella otras que pueden acercarla a remedio universa
No por las sales amargas que contiene.
Acaso por algunos "corpúsculos imperceptibles,
renuentes a la investigación f
"Los efectos de ésta _la quina- tan saludables
a la humanidad, quizá no dependen como quiera de las sales amargas, sino
de otros corpúsculos imperceptibles, que tal vez nunca se sujetarán
a la porfía de la investigación.
En América se sabe de modo preciso que las viruelas
llegaron en la segunda década del XVI y que fue su primer portador y
transmisor Francisco Eguía, negro esclavo, traído a Capoala, México,
por Pánfilo Narváez. Desde entonces su frecuencia corre paralela
al desarrollo del comercio colonial. Pronto se aclimatan y se hacen endémicas.
Sólo las casas de clausura y los sitios remotos, al margen de los caminos,
están a salvo o son rara vez afectados. De aquí dedujo Espejo
el carácter eminentemente infecto-contagioso del mal y la necesidad de
aislar a los enfermos.
En cuanto al origen, Espejo se suma a Sydenham. Según
el famoso médico inglés, las epidemias deben producirse por miasmas,
es decir, por causas no bien conocidas, ocultas en el suelo, activas en determinados
momentos, de "constitución epidémica" o de "genio
epidémico", que al estallar dan a las afecciones coetáneas
aspecto-semejante. Si en un momento prevalecen las viruelas, pues todas las
enfermedades se presentan en ese momento con los caracteres de las viruelas.
Espejo interpreta a Sydenham. La causa de las epidemias está
en la pésima constitución del aire. A partir de este criterio,
Espejo agrega que sólo en este elemento y en sus mutaciones debe residir
la causa de las epidemias. "Y a decir verdad, agrega, la atmósfera
que nos circunda, debe tener un influjo muy poderoso sobre nuestros cuerpos
para causarles sensibilísimas alteraciones".
Pero Espejo va más lejos. "Ahora, si a esta atmósfera
se le une una porción de vapores podridos, será inevitable que
contraiga una naturaleza maligna y contraria a la constitución de la
sangre: esto bastará para que se suscite una enfermedad epidémica,
cuyos síntomas corresponden a la calidad propia del veneno inspirado
por los pulmones y derramado en todas las entrañas". Pero los efectos
son distintos en cada caso, y cada enfermedad afecta específicamente
tales regiones y órganos. Y entonces Espejo pregunta: "¿Quién
podrá comprender el misterio de que en semejantes ocasiones el aire venenoso
determine a ciertas partes del cuerpo y no a otras, sus tiros perjudiciales?"
Y él mismo se contesta: "Los físicos se esfuerzan por atribuir
este fenómeno a la diversa configuración de las moléculas
pestilenciales y a la capacidad diversísima de los diámetros que
constituyen la superficie de las fibras del cuerpo. Un glóbulo, pues,
entrará bien por un poro orbicular; un corpúsculo cuadrado, por
un diámetro de la misma figura. Así las cantáridas insinúan
sus partículas en los órganos que sirven a la filtración
de la orina; el mercurio donde quiera que se aplique, sube a las fauces y a
las glándulas salivares, a pesar de su conocida gravedad; el acíbar
se fija más bien en el hígado, que no en el bazo, etc. Y así
respectivamente con los venenos y los medicamentos sucede lo mismo".
Y aquí tiene una reflexión cuyo alcance metodológico
señalaremos luego, y que ahora simplemente anotamos al paso. Preocupa
a Espejo la relación recíproca entre esos elementos extraños
al ser y el ser mismo, la interacción que entre ellos se produce. "¿De
dónde sabremos, se pregunta, evidentemente que pase en este recíproco
mecanismo, así de la acción de aquéllos, como de la reacción
de los resortes de la máquina animal?"
Pero sigamos el curso del razonamiento.
Recuerda en este punto, en apoyo de su argumentación,
que el ganado vacuno, las aves y hasta los insectos, son susceptibles de contraer
periódicamente epidemias contagiosas. Retoma el hilo y dice: "...toda
especie viviente padece su epidemia y muerte en una general revolución,
que llega a conmover la armonía de los sólidos y líquidos.
Lo más que se puede inferir de aquí es que hay tósigos
en la atmósfera adecuados a los individuos de cada especie racional o
bruta, pero habrá estación en que el aire contraiga una pestilencia
que ataque simultáneamente al hombre y brutos, a vivientes e insensibles:
entonces la epidemia es universal".
"De esta manera, toda la masa de aire no es más
que un vehículo, apto para trasmitir en vago hacia diversos puntos la
heterogeneidad de que está recargado. Luego el aire mismo no es la causa
inmediata de las enfermedades, especialmente de las epidémicas; y esas
partículas, que hacen el contagio, son otros tantos ´cuerpecillos´
distintos del fluido elemental elástico que llamamos aire. Luego es necesaria
la ´conmistión´ de aquéllos y de éste, para que
resulten esos maravillosos fenómenos, que aparecen de cuando en cuando
para terror y ruina de los mortales".
Y sin poder llegar a los "cuerpecillos", sin un microscopio,
Espejo se pregunta: "¿Cómo hemos de saber qué figura
tengan ellos o qué naturaleza?"
Espejo se refiere también a la "inoculación"
como método preventivo específico. Pero es curioso que no se detenga
en el punto, lo que era de esperar dados todos los antecedentes. Más
curioso porque se aplicaba en América desde mediados del siglo y Espejo
estaba siempre al día en los progresos médicos de los países
vecinos, en la medida que las circunstancias de lugar y tiempo lo permitían.
Tal vez la condición tan rudimentaria de los procedimientos, la dudosa
efectividad inhiben a Espejo.Es la única explicación.